Caminaba bajo la lluvia paraguas en mano, la cartera con dos años y dos meses de trabajo pesaba sobre el hombro izquierdo, intentaba sostener un cigarrillo en la otra mano como si en ello se le fuese la vida. Sentía los pies mojados, empapados de calles inundadas de tránsito y charcos. Esquivaba sin ver, pues sus ojos solo eran un mar de lágrimas descendientes que se mezclaban con las ráfagas de viento y gotas que resbalaban por su rostro.
Abrió la puerta, buscando el punto de información o algún agente que pudiese mostrarle el camino.
-Disculpe, ¿busco el juzgado de lo social?
-Aquí no es caballero, tres números más abajo.
Salió dando las gracias, abriendo nuevamente el paraguas, y los pies mojados, y la cartera sobre su hombro portando todo lo que un día constituyó parte de su vida, más de la mitad de su tiempo. Los papeles pesaban, se revolvían contra los bolígrafos, la fotografía que un día presidió la mesa de trabajo, cachivaches inservibles hoy.
Volvió a abrir otra puerta, esperando que esta vez fuese el sitio adecuado.
Necesitaba terminar con aquello. El corazón bobeaba aprisionándole el pecho, el primer grito de ansiedad surgió en el estómago tomándole los pulmones, dentro de pocos minutos comenzaría a hiperventilar y caería redondo al suelo. Rebuscó en la cartera las pastillas que lo acompañaban noche y día desde hacía más de seis meses, la posó bajo la lengua intentando tranquilizarse y dirigiéndose nuevamente al punto de información.
-¿Es este el juzgado de lo social?
-Es el número cuarenta y uno.
-De ahí vengo, y me dijeron que era este, el treinta y cinco.
El personal de seguridad le hizo pasar, seguramente porque su rostro ceniciento y aquella voz apesadumbrada hablaban por sí mismas.
-Dígame que es lo que necesita y le digo donde debe acudir.
-Debo cobrar una indemnización por despido improcedente.
-Comprendo…es el número siete de la calle Balmes, unas quince manzanas más arriba.
Le irá mejor ir caminando, solo es una parada de metro.
Las ráfagas de viento no habían amainado en los cinco minutos que pasó dentro del edificio oficial. Las gentes se agolpaban bajo las marquesinas, buscando refugio ante el diluvio él prosiguió su camino. Solo un poco más, un poco más y casi habré terminando. A cada paso que daba la memoria le devolvía retazos de los meses anteriores, la caída en picado que le llevaría a esos instantes…
-¿Qué quieres decir con qué no podéis subirme el sueldo? Me lo prometiste, llevo casi un año esperando.
Su jefe se rascó la nariz antes de proseguir.
-Sabes que no es decisión mía, es la central, pone problemas. Reconozco que debí tramitarlo cuando te hicimos indefinido, se me pasó y ahora es complicado.
-Ambos sabemos que estoy desarrollando un puesto que no corresponde a mi categoría, es lo justo. No puedo seguir haciéndome cargo de tantas cosas, no me siento reconocido y bien sabes mi situación.
-Lo comprendo y soy consciente…quizás en unos meses.
-Sabes que llevan meses ofreciéndome una baja, conoces mi situación actual…
No le dejó terminar, se acercó unos milímetros bajando el tono de voz, pues en aquella empresa los despachos tenían ojos y oídos, y todos los secretos se contaban a voz en grito a la hora del cigarrillo.
-Creo que lo primero es tu salud, coge la baja un mes, dos, lo que necesites.
-No puedo permitirme perder el puesto.
-¡Por favor! Nadie va a echarte, te necesito al cien por cien, ve, coge la baja, recupérate y vuelve cuando estés mejor, te estaremos esperando.
El burofax con la carta de despido había llegado quince días después. “Bajo rendimiento en los últimos meses” habían alegado, enviando conjuntamente la aceptación de despido improcedente y la indemnización correspondiente.
Seguía caminando, calle tras calle observando los números y nombres, buscando sin hallar el lugar indicado. Preguntó dos veces, siguió caminando portando la cartera que a cada paso se hacía más y más pesada. Recordando las horas que había dejado en aquella mesa, los malos modos recibidos, la piel en cada cliente, la búsqueda incesante, las horas, las malditas horas de callar y bajar la cabeza. Los gritos desde el despacho, el pasotismo ante las victorias. La esperanza cada noche a las diez y media cuando cerraba los ojos esperando recibir la afirmación esperada al día siguiente. El reloj a las cinco de la mañana, los tres transportes públicos de ida y vuelta, las horas, los gritos, informes, números que no correspondían, humillaciones.
-Venía a cobrar una indemnización por despido improcedente.
-Sí es aquí…si me deja la carta.-Aquella señora ni tan siquiera se paró a observarle, rutina, simple rutina en sus ojos.-Todo está correcto, cuarenta y cinco días por año, se lo ingresaremos en cuenta en quince días máximo.
-¿Y mi tiempo, y mi fuerza?¿Esas quién me las paga?
Al día siguiente tan solo sería un número más en la interminable lista del paro…y la cartera aún pesaba, y las horas, y los gritos, las mentiras, humillaciones.
Laura Butragueño (Iraunsugue Eternia)
15 mar 2011
45 días por año.
Publicado por Iraunsugue_Eternia (Laura Butragueño) en 11:30:00 a. m.Etiquetas: senderos de cuentos
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3 Atravesaron la realidad:
No hay dinero suficiente en el mundo para pagar las humillaciones. Cada día narras mejor, muy fluído :)
Besos
Desde luego que no Ángel. Muchas gracias poco a poco vamos mejorando.
Besos!
Esa es la triste realidad, duela a quien le duela.
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